jueves, 17 de junio de 2010

Ser adolescente

Ser profesor de secundaria es el mayor placer que mi vocación me ha dado. Tener enfrente de mi discurso a hombres y mujeres en una etapa de su vida tan decisiva y tan trascendente sobre el presente que les espera, el que de algún modo depende de ellos.
Me encanta, pues, trabajar con adolescentes. Porque me encanta observarlos, ir descubriendo de qué diferentes maneras el mundo los va a corromper.
Porque los adolescentes tienen la cabeza llena de cosas que ya reconocen como válidas, pero que desconocen por completo. El espíritu mesiánico de querer cambiar al mundo, de creer - pero a manera de certeza, no de fe - en causas a veces hasta utópicas. En algunos casos, idealizando escenarios probables de ecología, arte o política; en algunos otros, experimentando con la apatía, los gadgets, o los balones de fútbol. Resulta increíblemente interesante ser testigo de la forma en que sus cabezas se abren al experimentar el mundo, de como sus ideas e ideales van mutando al ir desnudando a la Vida, al introducirse lenta y orgánicamente al Sistema Social (así con mayúsculas...)
Entonces sus ideas se van desmoronando. Comienzan a frustrarse, a entender que salvar al mundo toma más tiempo del que les enseñaron a pensar, que los roles sociales se han diseñado para perpetuar ciertas dinámicas de incomunicación. Comienzan a ver que no es suficiente ser bueno en el futbol para ser futbolista, ni que es tan importante desarrollar talento para entrar a Televisa. El mundo (porque así está diseñada la Vida, así opera el crecimiento humano) les va cambiando el color de los lentes hasta que terminan por desaparecer, y el mundo entonces es mucho más grande. Y mucho más difícil. Y mucho más rápido. Y mucho más mundo.
Entonces, según he observado, pueden pasar tres cosas cuando el adolescente termina por crecer: se suma a los numeros que engrosarán las listas de estadística de estrés, depresión, obesidad o suicidio; que curiosamente son las mismas listas que miden la felicidad de ser totalmente palacio, ingresos, impuestos, éxito y calidad de vida en la gigantesca sociedad de consumo. Esto sucede mucho, muchísimo, y es por eso que las otras dos maneras de corrupción se vuelven una alternativa.
Están los que no terminan por alterar sus ideales adolescentes, sino enfatizarlos y volverse reaccionarios. Votan por seguir a contracorriente. Son tremendamente peligrosos para el orden establecido, y son (por supuesto) los que suceden en menor porcentaje. Los etiquetan de "locos", "inmaduros" o "rebeldes" en su contexto, pero son los que terminan por llamarse Ghandi, Martin Luther King, Nelson Mandela, Ernesto Guevara y miles más que nunca salieron en un periódico pero que provocan cráteres en la sociedad; aunque sean de corto espectro. Sin embargo, insisto, siguen siendo minoría.
Son superados por otro orden que parte de la misma idea, pero que es controlado a tiempo por el orden establecido, dada su peligrosidad. Entonces se generan individuos tibios, snobs y pseudointelectuales; o bien reaccionarios freelance, apáticos y adictos a la disfunción narcotizante. Admiradores idólatras de los "locos" del párrafo de arriba, fanáticos. Artistas pretenciosos o críticos de closet, que no proponen nada porque con estar en contra es suficiente. Son los punk que se visten y se saben su discurso contracultural, pero que trabajan en McDonalls medio tiempo.
Y esos desenlaces se obtienen después del proceso de ser adolescente. Ser educador supone ser parcialmente responsable de las cosas que en el camino el sujeto va a adquirir para respaldar las experiencias que le darán forma al crecer. La educación, sin embargo, está adminstrada de tal manera que esas herramientas que los educadores han de dar, a manera de cachetadas disimuladas de la Vida, sean herramientas orientándose a generar ciudadanos que quepan, y jueguen, en el orden sociopolítico dominante. Que caminen para el lado en que está caminando el mundo, por los intereses que sean y de quien sean, incluso si no son de ellos mismos.
Y ante tal panorama, en que como educador debes trabajar sobre discursos prefabricados y "avalados" por la escala moral y las buenas costumbres, uno no puede más que tratar de entender las causas por las que la corrupción de los espíritus adolescentes le dan continuidad al mundo sobre el que los adolescentes de la próxima generación tendrán que disernir. Cierto es que a veces me gusta tomarme la licencia de cambiar el discurso de las ideas con que puedo impactar a algunos alumnos, o a alguna persona cualquiera, como si diera una cachetada al aire sin querer que golpee a nadie; y siempre quien esté preparado en ese lugar y tiempo para recibirla, pondrá la cara en el trayecto.
Y es lo hermoso de trabajar con adolescentes: estar ahí para formar parte - como espectador o como influencia o como conocido - de la corrupción de sus ideales para su futuro impacto en el mundo, un mundo que no deja de apasionarme.

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domingo, 13 de junio de 2010

11. Fábula del Peatón Agradecido

Esta es la ciudad, y se divide en conductores y peatones. Los unos, medio forzados por las distancias y los tiempos cada vez más superpuestos al orden del caos que hace a la ciudad Ciudad, se ven en la necesidad de tener un vehículo automotor que facilite las cosas. Los otros, aunque quisiéramos, no llevamos auto.

No es fácil para ninguno de los dos “especímenes” el movimiento constante y fluido en la orbe. Conducir un auto, de repente, saca lo peor de uno mismo: el tráfico intenso, los semáforos caprichosos, los oficiales de tránsito que fastidian más de lo que ayudan, las manifestaciones, los embotellamientos, el estúpido de enfrente que no arranca lo suficientemente rápido cuando le dan el verde y se hace acreedor a una serie de silbidos de claxon; los camioneros haciendo abuso de poder, las estacionadas en doble fila, los que dan vuelta desde el carril incorrecto, los limpiaparabrisas necios, los baches, los mecánicos rateros, los rateros en general, los autos más rápidos que te retan a arrancones y ponen a prueba la virilidad propia, y todo lo demás. Todo se vuelve estrés y más estrés para los conductores, y las calles se saturan de mal humor y cláxones desenfrenados.

Y los peatones: pues lo mismo, pero desde abajo. Y además de lidiar con todo ello, también lidiamos con el conductor estresado multiplicado por millones.

Vamos a ser muy claros: tener un auto no te hace ni mejor ni peor ciudadano. Es decir que peatones y choferes tenemos el mismo derecho de emplear el espacio público en igualdad de condiciones. Sin embargo, para quien va sentado tras el volante, le parece evidente que tiene más derechos o (de hecho) más poder sobre los otros tantos que no lo tienen. Incluso a veces sobre los que tienen otro auto menos potente, grande, bonito o caro. La realidad es que el estrés y el caótico día a día de las calles de la ciudad se origina en la falta de educación vial. Los automovilistas no parecen estar dispuestos a respetar una regla intuitiva de civilidad básica, fundamentada en el respeto (mínimo necesario) y el sentido común. Pero eso es algo ya decidido, algo que todos sabemos (lo que me causa risa, ya entrado en materia, es darme cuenta que todos nos damos cuenta de ello y la acción más recurrente es simplemente decirnos “chin, sí está del asco” y seguir padeciendo diario). La parte que encaja en esta serie de Incongruencias viene precisamente de lo mismo pero desde el otro lado: la falta de educación vial de los peatones.

El vehículo es el peligroso. Si uno pasa tranquilamente por la calle y un conductor irresponsable decide acelerar para ganar un amarillo tardío, el riesgo de daño entre tu cuerpo y su defensa (inclusive que su posterior proceso legal) no es equiparable. Sale perdiendo el peatón. Pero hay una opción: cruzar por el paso de cebra. Para aquellos peatones que acostumbran ahorrar tiempo cruzando la calle por donde se deje, el famoso “paso de cebra” es como se le conoce a ese espacio en las esquinas de las calles que están pintados con diagonales y nada discretas líneas amarillas o blancas, y que tienen por finalidad establecer un espacio por donde el peatón debe cruzar tranquilamente sin riesgo de ser atropellado por un conductor distraído.

Ahora bien: si los automovilistas respetaran el paso de cebra, la cosa tendría sentido. Pero la fábula del peatón agradecido es un fenómeno más bien general. Un tipo pasa por el paso de peatones, y un auto se detiene justo detrás de la línea. El peatón pasa frente al vehículo y, con una característica mueca con la mano (palma arriba, casi de frente a la cabeza, inclinada levemente hacia arriba al tiempo que la cabeza se agacha sencillamente) agradece al automóvil su cortesía. ¿Por qué agradecer al conductor algo que debería hacerse por un mínimo sentido de civilidad? Valdría la pena agradecer a un vehículo que se frena a punto de volverte mermelada por cruzar una avenida desde el centro, toreando al destino como suele hacerse de este lado del mundo (del otro no sé). Pero agradecer a un vehículo que de por sí tendría que respetar el paso peatonal – PEATONAL, de peatón, el que no tiene auto – habla de que la educación vial no solo no es acatada por los automovilistas, sino que además es nulamente exigida por los peatones. Y eso es lo peor del asunto.

Pareciera que el peatón agradecido es un ente que se mueve por la ciudad gracias a que los vehículos y sus conductores se lo permiten. Cruzas la calle por que te dan permiso, viajas en la ruta X porque el chofer te está haciendo un favor, no te han atropellado porque tienes mucha suerte, o porque te han tocado conductores benévolos. Pero no es así. No es así. La educación vial también es cuestión de los de abajo. Si el chofer del microbús va manejando cual cafre, debemos entender que no nos podemos quedar callados y decir “ni modo”, porque no nos está haciendo un favor. El transporte público es un servicio que pagamos por usar, y tenemos el derecho de exigir que se de un servicio adecuado. No agradecer a quien te da el paso en el cruce peatonal, antes exigir que el que rebase la línea no invada el espacio destinado al peatón. Eso es educación vial, y no se va a reflejar hasta que los que estamos en desventaja empecemos a exigir que se refleje.

No soy idiota: sé que no es fácil reeducar a todo el sistema vial. Solo sugiero que, como peatones, aprendamos a respetar la vialidad y – después – exigir que seamos respetados en la misma medida. Nada de ser agradecidos con los otros, nada de decir “chin, sí está del asco”. Se trata, como se dijo al principio, de ir igualando condiciones.

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domingo, 6 de junio de 2010

12. Todos Somos Michael Jackson


Carencia de memoria histórica”. Con este diagnóstico se condena al cotidiano de este país de genios y bufones. No es un secreto para nadie y, lo peligroso, es que de a poco esta noción de “memoria histórica” se acerca peligrosamente a un concepto que se pone más y más de moda entre los habitantes de por-acá, amenazando con reducir el riesgo de su implicación social para ser usado indiscriminadamente por las mayorías (esas, esas precisamente, que son las que forman parte del meollo de la carencia misma).

De la mano del cáncer viene el tío Mainstream Media: ese tentáculo horripilante que hace, dice y calla los contenidos a los que nosotros, ciudadanos medianamente responsables y tal, tenemos o no acceso. Una enorme jeringa de “ablandapendejos” que provoca la amnesia histórica de a poquito, y que además no se cansa de hacerlo; y que además puede presumirlo. Y por incongruente que parezca o sea, a pesar de saberlo, lo toleramos. Y a pesar de tener que tolerarlo ¡pareciera que lo pedimos a gritos!

Y para no atorarnos bocados demasiado grandes, desmenucemos platillos pequeñitos para ver de qué manera funciona: funciona lo que vende, se vende lo que la gente compra y lo que no compra porque no funciona, se vende de todos modos. Todo es cosa de impactar a suficiente gente con suficientes repeticiones de mensajes determinados durante suficiente tiempo y ¡Voilá! De pronto todos somos Michael Jackson.

¿Michael Quién? Jackson, ese Peter Pan negrito que a costa de irse al diablo se quiso volver blanco; y que además bailaba que daba gusto y hacía espectáculos monumentales. Un tipazo, Michael Jackson. Pero de pronto, como suele suceder, la farándula se hace más grande (y más pálida) que el artista y ¿cómo decirlo?... Pues todo por servir se acaba. La era de Jackson pasó, la música y el mundo decidieron seguir girando y al buen Michael no le quedó más que seguir existiendo en los tabloides a partir de los esporádicos escándalos que pudieran ocurrir de vez en vez (a ratos por la Vida misma, y a ratos por el excelente equipo de publicistas que este tipo de artistas llegan a conseguir). Y se vuelve uno carroña, verdad de Dios.

Se pronunció la palabra “pederasta”. Y cual buitres, los tentáculos del Mainstream devoraron hasta hartarse. Y se provocaron el vómito y siguieron tragando hasta hartarse de nuevo. Todos los medios especularon, se hicieron entrevistas, reportajes: Michael Jackson era la peor escoria que el espectáculo podía heredar a la inocente sociedad civil. Y Jackson se volvió otro emblema más del diablo. (Cuando se quiso redimir, tuvo a bien enseñar a su bebé a la prensa… desde un balcón. Y va de nuevo…)


Punto y seguido. De entonces a hace escaso tiempo, lo que quedaba de Michael era la buena música que dejó y el estigma del desnarigado pederasta en parodias televisivas y cinematográficas. Años y años de ser parodia y tabú. Y de pronto, por su propio bien ¡se muere! Y los medios, los mismos (los mismos pero los mismitos) que años antes habían devorado las entrañas del escándalo, ahora lo elevaban al nirvana. “¿Pederasta? ¡¿Cómo creen?! ¡Si era un santo! Sí le gustaban los niños, pero no en el mal sentido…”

Y de pronto, meses enteros no se puede hablar de otra cosa que del sensible fallecimiento de este héroe moderno: reportajes, entrevistas, especiales… incluso (¡hay que ver!) una película romperecords en los cines del mundo entero. Jackson volvió a ser lo que era, pero inmaculado y exonerado de toda mancha original por los mismos que, años antes, no cesaban de ensuciarlo. Sus videos en Youtube alcanzan más de 4 millones de visitas en tan solo 3 días desde su muerte. Los niños de México, que tal vez nunca habían sabido nada de él por las distancias generacionales, de pronto están cantando Beat It y coleccionando los 4 álbumes conmemorativos (álbumes de estampitas, no nada más producciones discográficas) a la muerte del “rey”.

¿Y qué tiene que ver Jackson con México? ¿Por qué nuestros jovencitos lamentan con tanto fervor y devoción a un fulano que no pasa de ser un talentoso artista (eso es indiscutible), aunque no tenga nada que ver con su contexto? Todos somos Michael Jackson. Y no es un atentado contra “el rey”, sino contra los jóvenes que hacen parte de los medios. No contra los medios, sino contra quienes los validan. Porque funciona. ¿Por qué funciona?

Gloria Trevi está trabajando en Televisa, la empresa que no se cansaba de despedazarla en el clan Trevi-Andrade. Sus revistas de chismes y sus programas le dedicaron joyitas de mierda cuando era necesario sobajarla; y lo hicieron hasta los límites del absurdo. Por ahí se decía que tenía vínculos narcosatánicos (¡madre de Dios!) y enterraba fetos y hacía abortar a sus inocentes jovencitas victimadas en honor a la fama. Y de eso ya no nos acordamos (muchos jovencillos ni siquiera se enteraron) porque ahora los mismos medios la ponen en el radio y los otrora detractores corean en los antros las melodías de Santa Gloria Trevi. Paco Stanley y su patiño, Colosio, Britney Spears, Mario Marín, personajes varios... ¿por dónde habría de seguirle?

La memoria de este país es como de plastilina, así de moldeable. Actualmente, todos somos Javier Aguirre (algunos son Moreno Valle o López Zavala) y vamos tratando de ser un México orgulloso de su bicentenario bajo el eco imperturbable de un himno nacional que a mí me sigue sonando a Thriller… no sé bien por qué.

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